Cementerios Gestionados
Cementerio de San Juan
Historia
LOS CEMENTERIOS DE BADAJOZ
Las primeras necrópolis
Numerosos y diversos son los lugares donde se han enterrado los badajocenses a lo largo del tiempo.
Testimonio de importantes enterramientos visigodos formando necrópolis de alto valor arqueológico e histórico fueron hallados en La Picuriña y otros enclaves aledaños de Pardaleras y Cerro de Reyes. De época árabe datan los situados fuera de las murallas musulmanas, principalmente al borde de los caminos que confluían en la ciudad, como los localizados en el que fuera arrabal oriental de la Alcazaba, o en puntos más alejados del Cerro de la Muela, de los que los más recientes fueron los aparecidos en el ámbito del baluarte de Santiago cuando se removieron sus cimientos para la construcción del aparcamiento subterráneo de la Memoria Menacho en los últimos años del pasado siglo XX.
Conocida es la tradición cristiana de realizar los enterramientos en el interior o alrededores de las iglesias y ermitas, costumbre que, con inicio en los siglos más antiguos, habría de prolongarse hasta muy avanzado el XIX.
Junto con las de su significación como lugar de culto y predicación, reunión, refugio, asistencia humanitaria y sanitaria, e incluso salvaguarda para los reos de ciertos delitos, que colocándose al amparo de su circuito encontraban inmunidad frente a la justicia ordinaria, otra de las dimensiones de las iglesias, de enorme importancia social, fue la de servir como lugar de enterramiento en los tiempos en que en las poblaciones no existían aún cementerios en tanto que espacios específicos en los que depositar los cadáveres; uso que no empieza a considerarse hasta el siglo XVIII con la Ilustración, y que en Badajoz aún se demoraría hasta mucho después.
Hasta ese momento las sepulturas se disponían en el interior de los templos, bajo sus naves o capillas, o en ciertos casos criptas, o en sus inmediaciones, adosados exteriormente a los muros, u ocupando lo que se conocía como “el compás del templo”, esto es, su circuito más inmediato, ocupando a menudo incluso atrios o huertos, como ocurría sobre todo en los conventos. En muchas pequeñas localidades rurales, donde los usos y tradiciones se han conservado mejor que en las ciudades, todavía hoy ciertos ámbitos próximos a las iglesias, sobre todo la zona posterior aneja al ábside, se continúan denominando “osario” o “carnero” como recuerdo de su antiguo uso como lugar de enterramiento y lugar donde se acumulaban los restos procedentes de las mondas de otras sepulturas.
Sistemas de enterramiento
En el interior de las iglesias se disponían las sepulturas de los personajes relevantes, que obtenían tal privilegio y el espacio necesario por su labor como fundadores de capillas u obras pías, realizar mandas testamentarias en beneficio de la Iglesia, ejercer como sus benefactores y patrones, o favorecerla y ampararla de cualquier otra manera, o a veces también sencillamente comprando el derecho mediante el abono de los cánones establecidos. Aunque lo más habitual era obtenerlo, de acuerdo con la primera fórmula, por la vinculación personal o familiar con la iglesia, como manifiestan las sepulturas, con frecuencia monumentales o de variable presencia y valor artístico, correspondientes a las estirpes más señaladas, de las que en Badajoz existen numerosas y significativas muestras. Entre otras, las de los Condes de Torre del Fresno en el convento de clarisas descalzas de La merced, o Marqués de Bay en Santa María la Real, o San Agustín.
Los cuerpos de los difuntos menos pudientes se depositaban en un pobre ataúd de tosca madera, o incluso envueltos tan solo en una modesta mortaja de lienzo o saco, directamente sobre la misma tierra, en los osarios o carneros que como fosa común exenta de losas ni otros signos exteriores se situaban en el entorno de la iglesia. Con frecuencia los fallecidos resultaban tan indigentes que su enterramiento lo realizaban por caridad cofradías y hermandades fundadas específicamente para prestar tal servicio.
Todavía existían, por fin, los casos de quienes por su carácter de herejes, suicidas, pecadores reconocidos, excomulgados, delincuentes ejecutados sin recibir los sacramentos, y otros, morían fuera del seno de la Iglesia, en cuyo caso se les negaba el enterramiento “en sagrado”, es decir, los lugares habituales tutelados por las parroquias y conventos, siendo entonces depositados sus restos de manera vergonzante y oculta en lugares apartados y remotos sin ceremonial litúrgico alguno.
La costumbre de enterrar a los muertos en el entorno de las parroquias tenía también repercusión en las poblaciones sobre aspectos aparentemente tan alejados de ese fenómeno como el del urbanismo u organización espacial del caserío y los espacios públicos, pues tal circunstancia obligaba a mantener despejados de construcciones, equipamientos y servicios los alrededores de los templos, creando un amplio radio despejado en su circuito. Espacios muy codiciados para levantar viviendas, dada su céntrica situación, que tan pronto los cementerios se fueron situando a partir del siglo XIX en las afueras de la población, eran ocupados por edificaciones hasta, como puede comprobarse en numerosos lugares, adosarse casi directamente a los muros del templo, principalmente por su parte posterior.
Cuando con ocasión de epidemias, guerras, hambrunas y otras calamidades que ocasionaban grandes mortandades, los fallecimientos se acrecentaban, lo que se repetía con frecuencia, los cadáveres se depositaban directamente en grandes fosas u osarios abiertos un poco por todas partes en las afueras de las poblaciones para evitar el peligro de contagio y alejar las emanaciones perniciosas de los cuerpos en putrefacción; lo que en la terminología de la época se denominaban “los miasmas”. En tal caso los cuerpos se echaban a la tierra sin ataúd ni mortaja, bajo capas de cal para paliar los efectos de su descomposición. En los casos más extremos, incluso ni esto se hacía, limitándose a incinerar los cadáveres hacinados en grandes montones en lugares alejados, a sotavento de los aires dominantes.
El Osario de San Roque
Uno de los enterramientos de este tipo, dispuesto en pleno campo en las afueras de la ciudad por imperativo de una mortandad extraordinaria, existió en Badajoz desde la etapa medieval, localizado junto al viejo camino real de Mérida, en las proximidades de la ermita de San Roque. Esta ermita, de vieja tradición en la ciudad y rodeada de una gran devoción por parte de la población pese a su alejamiento, cuyo titular era abogado contra la peste, y al que Badajoz llegó a otorgar en agradecimiento por su intercesión frente a diversas calamidades, junto con San José, San Juan y otros, la condición de Copatrón, dedicándole la festividad del día 16 de Agosto, hecho que aún conmemoran las fiestas de la barriada, se alzaba en el tramo del camino llamado de Talaveruela o de los Lagares, que partiendo de la Alcazaba por la Puerta de Mérida se enfilaba hacía esta localidad, y que en aquel tiempo era el más concurrido. Circunstancia por la que en sus cercanías se alzaba también el rollo o picota de la ciudad, columna de piedra con cuatro brazos dotados de garfios en su extremo superior, que constituía signo de autonomía jurisdiccional de Badajoz y el lugar donde se exponían los restos descuartizados de los delincuentes para que pudieran ser contemplados por cuantos accedían a la población, como aviso y ejemplo.
El catastro de Ensenada y otras fuentes todavía referencian a mediados del siglo XVIII la figura de San Roque como copatrón de Badajoz y la presencia de su ermita en pleno funcionamiento.
Pese a los repetidos daños y transformaciones experimentados por la vieja ermita de San Roque que referenciaba el Campo del Osario, por causa de las sucesivas acciones bélicas que han tenido ese lugar como escenario, hasta bien avanzado el siglo XIX se mantuvieron no lejos del revellín abaluartado de San Roque ciertos restos evocadores de su antigua presencia, que no deben confundirse con otros situados mucho más adelante en el mismo camino de Talavera, objeto hace unos años de una curiosa polémica histórica y un no menos pintoresco recurso para salvaguardarlos en el interior de una isleta entre vías de circulación, concluyendo uno de los “falsos históricos” más sonados de los últimos tiempos.
Una gran matanza
El origen del osario de San Roque, el que cabe considerar primer cementerio centralizado de Badajoz, se sitúa en la gran matanza ocasionada en 1285 por el rey Sancho IV el Bravo sobre la facción de los Bejaranos, tras las disputas de éstos con los Portugaleses y su siguiente sublevación contra el monarca.
La tradición cifra las victimas de la terrible venganza real en más de cuatro mil, incluyendo mujeres y niños. Ante la imposibilidad de dar sepultura, ni siquiera de modo somero a tan ingente masa --la mayoría degollados según detalla la leyenda-- de muertos en los cementerios de las iglesias, los cuerpos fueron arrojados a grandes fosas abiertas en el Campo de San Roque, al píe de la Alcazaba, lugar perteneciente a los terrenos comunales de la ciudad usado sobre todo para la cría de animales domésticos conocido como “ejido ansarero”, que desde entonces fue conocido como “fonsario”, “osario”, “campo del osario”, y mas tarde, por deformación del término, “ensario”.
Posteriormente, y dada la consideración de lugar de traidores que durante un tiempo pesó sobre el viejo cementerio, solo de modo ocasional se realizaron enterramientos en dicho terreno, que finalmente concluyó por consolidarse de nuevo como terreno de uso común, con destino preferente como ejido ansarero o patinero; esto es, a la estancia, cría y guarda de las gallinas, pavos y patos de los vecinos. Tras servir sucesivamente para otros usos, y ser punto bélico muy crítico en sucesivas guerras, finalmente a finales del siglo XIX fue el lugar en que se levantaron las primeras chabolas clandestinas que concluirían por originar la pujante barriada de San Roque que hoy conocemos, y que muy pocos de sus habitantes conocen que se alza sobre uno de los primitivos cementerios de la ciudad.
Regulación de los enterramientos
En la España cristiana, los enterramientos en el interior de las iglesias o sus proximidades, vigente desde la antigüedad, fue regulado a partir de la Edad Media desde etapa muy temprana a través de sucesivas y curiosas disposiciones basadas en el pragmatismo, cuyo pormenor pueden encontrar los interesados en el Código de las Siete Partidas y más tarde en el amplio corpus legislativo que recoge la Nueva Recopilación de las Leyes del Reino del siglo XVI, e incluso la Novísima del XIX, hasta desembocar en la prohibición definitiva de hacerlo en esos lugares a finales del siglo XVIII, aunque no asumida de modo definitivo hasta bien avanzado el XIX.
Así, tras unas primeras disposiciones emanadas en 1566 por Felipe II modificando diversos aspectos del sistema tradicional vigente en materia de enterramientos, la cuestión fue objeto posteriormente de sucesivas disposiciones tendentes a erradicar la costumbre secular de depositar los muertos bajo el enlosado de los templos y otros recintos cerrados de uso común. Tal hábito dio lugar a su vez a otros, algunos ciertamente insólitos, hasta completar toda una liturgia de usos y tradiciones, algunos linderos con la superstición, siempre perseguidos y repetidamente condenados por la Inquisición.
En ciertas ocasiones, por ejemplo –misas de difuntos y ánimas, funerales particulares, cabos de año, peticiones y rogativas, promesas, etc-- los familiares y deudos de los enterrados en las iglesias se situaban sobre las losas que cubrían sus sepulturas apiñándose en su entorno. En el Día de los Difuntos, aniversarios y otras fechas se ofrecían a los muertos ofrendas y presentes, consistentes en alimentos, bebidas, ropas, y hasta joyas, que se depositaban sobre las tumbas, que posteriormente eran recogidas por los sacerdotes “para hacerlos llegar a Dios” a fin de interceder por las almas de los destinatarios.
Tras el traslado de los enterramientos a cementerios fuera de las iglesias, tal costumbre continuó vigente, aunque colocando entonces los presentes sobre el altar mayor en lugar de sobre las losas de los nichos. Costumbre que algunos lugares se ha mantenido viva hasta tiempos no muy alejados. Como también la de mostrar los cadáveres “de cuerpo presente” en el interior del templo, no solo durante la celebración del sepelio, sino durante días enteros, expuestos a las condolencias y oraciones públicas antes de proceder a su exhumación. Particularmente arraigada se mantuvo esta tradición en relación con los niños, que en muchos lugares se exponían durante largo tiempo, no ya en el interior de las iglesias, sino en su propia casa, de ordinario en el zaguán o en la misma puerta de la calle, para exhibirlos ante la vecindad.
La normativa se endurece
Un intento serio de sacar las sepulturas de las iglesias es abordado por Felipe V en 1725 mediante una instrucción determinando que en lo sucesivo solamente podrían enterrarse en el interior de los templos “por excepción las personas de virtud o santidad a quienes habrá de formarse proceso de virtudes o milagros ( … ) o aquellos que ya tuvieren sepulturas propias en los templos al tiempo de expedirse esta Cédula”.
Según esta normativa el resto de enterramientos debería realizarse en los nuevos cementerios que se ordenaba disponer distantes de las poblaciones, en la dirección contraria a los vientos dominantes, ubicados preferentemente donde existieran ermitas o capillas camineras que serían las de los nuevos camposantos.
No debió ser muy observada la orden, pues la misma disposición fue reiterada en idénticos términos medio siglo más tarde por Carlos III, quien aprovechó la ocasión para regular al mismo tiempo otras cuestiones relativas al asunto de los enterramientos, como, por ejemplo, todo lo concerniente a túmulos, ataúdes, lutos, traslado de cadáveres y otros pormenores, según un pintoresco repertorio de disposiciones.
La localización de los cementerios en las afueras de las poblaciones al cobijo de ermitas alejadas del caserío tardaría, aún, sin embargo, todavía otro medio siglo en generalizarse. De modo que a mediados del XIX eran muchas las localidades extremeñas que seguían enterrando a los muertos en el interior de los templos o en el cementerio parroquial adosado a sus muros; o que habiendo abandonado esta fórmula como procedimiento ordinario carecían de camposanto alternativo fuera de la población.
En otros lugares, por el contrario, un nuevo cementerio se encontraba ya instalado en las inmediaciones de alguna vieja ermita campera. Este era el caso, entre otros, de La Roca de la Sierra, Valencia del Mombuey, Pueblas del Prior y de la Reina, Aljucén, Sacti Espíritus, y otras, cuya nómina detalla el imprescindible Diccionario Histórico Geográfico de Pascual Madoz.
La normativa referente a los enterramientos es completada por el mismo Carlos III en 1786 y 1787 mediante nuevas Pragmáticas, y al poco por su sucesor, Carlos IV, en 1786, a instancias de Manuel Godoy, en términos conminatorios por medio de una ordenanza referente a la Salud Pública en la que quedo sistematizada de manera definitiva toda la legislación anterior sobre este asunto, configurando un nuevo corpus legal que prohibía de manera tajante el viejo sistema de depositar los cadáveres en el interior de los templos o sus inmediaciones, por considerar tal costumbre insalubre y peligrosa para el vecindario, comenzando a partir de entonces, aunque todavía de modo muy reticente por parte del vecindario, e incluso de los propios párrocos y jerarquía eclesiástica, a depositarlos en lugares alejados de las poblaciones.
En no pocos casos el traslado del cementerio parroquial se limitaba a alejarlo tan solo unos pocos metros del anterior, manteniéndolos dentro de la población, lo más próximo posible a las parroquias, en el entendimiento de que lo contrario menoscababa su carácter de lugar sagrado. Esto es lo que ocurrió en Talavera la Real, Puebla de Obando, Nogales o Tamurejo. O en Zalamea de la Serena, donde el nuevo camposanto se trasladó desde la iglesia parroquial al casi anejo castillo, situado en pleno centro del caserío, donde permaneció hasta hace poco menos de medio siglo.
De ordinario las parroquias opusieron fuerte resistencia al traslado de los enterramientos a otros lugares, temerosos de perder una importante parcela de su jurisdicción. Así, La Parra, por ejemplo, no contó con cementerio fuera de la iglesia hasta 1834. Más complicado aún resultó el caso de Fregenal de la Sierra, donde hasta 1850 no se decidió la construcción de un cementerio general municipal en las afueras para sustituir a los tres parroquiales existentes dentro de la población que ocasionaban numerosos problemas en materia de salubridad, expansión del caserío y otros. La iniciativa del Ayuntamiento desencadenó numerosos problemas y contenciosos entre las parroquias y la autoridad municipal, originándose largos y complicados desencuentros y contenciosos entre ambas instancias, traducidos en largos trámites, pleitos, recursos y contrarrecursos, así como enconadas polémicas de orden religioso, de policía municipal, urbanísticos, legales y hasta políticos, en que se vio involucrada toda la población. La cuestión alcanzó tal magnitud que motivó incluso la publicación de un curioso libro en que se relata el desarrollo de tan pintoresco episodio. Solo muy a finales del siglo XIX se zanjó la cuestión y quedó concluido el nuevo cementerio.
Se reiteran las normas
Conscientes quizá, Godoy y Carlos IV, de que no obstante sus instrucciones los nuevos usos en materia de enterramiento encontrarían tal resistencia para su aplicación generalizada, aconsejaron mediante nuevas pragmáticas que al menos, ante el grave peligro para la salubridad pública que significaba “depositar a los muertos dentro de los templos, en sus bóvedas e inmediaciones ( … ) hasta que llegue el momento de la erección de nuevos cementerios rurales con sus competentes capillas y arboledas, los cadáveres se sepulten a la profundidad competente”.
Las Cortes de Cádiz vuelven sobre el asunto, urgiendo repetidamente entre 1812 y 1813 la desaparición de los enterramientos al viejo estilo dentro de las iglesias, con diferente respuesta por parte de cada localidad.
En 1850 Pascual Madoz, al referenciar en su ingente Diccionario la situación de todos los municipios y caseríos de España, señala que en numerosos lugares la práctica continuaba, a pesar de todo, “originando inficiones en el aire, mismas, pestilencias y otros peligros para la salud”. Cuando la normativa vigente había sido cumplida, el cronista precisa siempre al referenciar las poblaciones tal circunstancia, detallando si la situación del nuevo camposanto se sitúa “en lugar conveniente y a propósito”, “en emplazamiento sano y conveniente que no ofende a la salud”, esto es, suficientemente alejado del caserío, y a sotavento de los aires dominantes, o por el contrario “en paraje que inficiona los aires y provoca enfermedades y contagios”.
Badajoz. El precario cementerio de San Francisco.
En lo que concierne a Badajoz en particular, los enterramientos se mantuvieron con carácter general en el interior de las iglesias, no obstante la rigurosa prohibición de hacerlo impuesta desde mucho tiempo atrás, y tan repetidamente promulgadas desde al menos un siglo antes, hasta el mes de Diciembre de 1813, fecha en que el ayuntamiento de la ciudad, mediante escrito de su alcalde, Manuel Alvarado Segundo, en cumplimiento de las estrictas determinaciones de las Cortes de Cádiz remitió un ultimátum al obispo de la diócesis, Don Mateo Delgado Moreno, instándolo en términos conminatorios a que, a partir del día de Nochebuena siguiente, no se diera sepultura a cadáver ninguno en el interior de las iglesias de la ciudad.
Como cementerio general para toda la población en sustitución de los casi veinte entre parroquiales y conventuales utilizados hasta entonces, y primero que cabe considerar como camposanto general de la ciudad, aparte el ya mencionado medieval del Campo del Osario de San Roque, se habilitó con carácter provisional un corralón trasero del convento de San Francisco, lindero con la calle entonces llamada del Zumbadero ( tramo bajo de la actual Felipe Checa ) al que se accedía desde la plaza de Minayo atravesando diversas dependencias del propio convento. El lugar corresponde al que posteriormente ocupó la Delegación de Hacienda y actualmente la Agencia Tributaria; es decir frente a la esquina del paseo de San Francisco en la confluencia de Felipe Checa y Vasco Núñez.
La instalación en tan precario recinto, realizada de cualquier manera para salir de la urgencia por el entonces Maestro Mayor de las Fortificaciones y Obras de la Ciudad, el muy joven Valentín Falcato, resultaba prácticamente un estercolero sin las menores condiciones, y dejado de inmediato en el más completo abandono, en el que no existían nichos, capilla, ni tan siquiera una cruz que identificara el carácter sacramental del lugar. Al carecer incluso de cerramiento, los perros, gatos, cerdos, gallinas, asnos y otros animales, que según el uso de la época circulaban sueltos por las calles buscando su alimento, accedían fácilmente al interior para escarbar entre las tumbas, cuya somera cubierta de tierra levantaban para extraer huesos y otros restos, con el resultado y efecto que puede imaginarse. Repetidamente se clamó solución a tan horrible situación mediante el levantamiento de tapias o empalizadas, compostura de los portones del acceso trasero al corral, disposición de capilla, cruces y una portada digna para acceder directamente desde la calle del Zumbadero sin necesidad de tener que atravesar todo el convento desde la Plaza de Minayo y otras mejoras. Pero nada de ello llegó a realizarse, permaneciendo el lugar en tan deplorable estado durante casi diez años.
El cementerio se ubica en la Alcazaba
Ante sus lamentables condiciones, el precario camposanto de San Francisco fue abandonado en 1821, cuando continuaba como Obispo de la Diócesis Don Mateo Delgado Moreno, por decisión del Ayuntamiento que presidía Benito Alarcón, trasladándose los enterramientos a unas nuevas instalaciones no mucho mejores situadas en el interior de la Alcazaba. El lugar elegido fueron las viejas ermitas del Rosario y Consolación, en ese momento prácticamente derruidas tras su asolamiento durante la reciente Guerra de la Independencia, de las que sin embargo las capillas se mantenían practicables, cuyas arruinadas estructuras se aprovecharon para adosar nichos a sus muros en acumulación que llegó a ocupar por completo el escaso espacio disponible, y cuyos vestigios han perdurado hasta hace unas pocas décadas.
Traslado al Cerro de San Cristóbal
Resultando pronto, pues, insuficientes, estas nuevas instalaciones, sobre todo durante la gran mortandad que ocasionó la terrible epidemia de cólera que asoló Badajoz en 1833, en la que falleció casi un tercio de la población, y con el propósito, además, de alejar lo más posible los enterramientos de la población, para evitar el contagio, los restos de los fallecidos, que por razón de su número y circunstancias de emergencia se depositaban de nuevo directamente en zanjas excavadas someramente en tierra, sin las garantías mínimas para impedir las infecciones y miasmas que provocaban su putrefacción, ese año, siendo alcalde Francisco María Ortiz, y el mismo Delgado Moreno, obispo, el lugar de los enterramientos fue trasladado al otro lado del Guadiana, a la zona de la Luneta situada tras el cerro y fuerte de San Cristóbal, donde las tumbas se desplegaban sin orden por el terreno formando otra vez un gran osario sin cerramiento ni instalaciones de clase alguna, con las sepulturas a merced de nuevo de las alimañas.
De vuelta a la alcazaba. Un cementerio de lujo
Estas circunstancias, junto con la precariedad de la instalación y el alejamiento y complicado acceso del lugar movieron a las autoridades, una vez concluida la epidemia, a trasladar otra vez el cementerio al inadecuado antiguo emplazamiento de la Alcazaba, lo que se promovió en 1838, en tiempos del alcalde Carlos Márquez, y el todavía obispo Delgado Moreno, cuya aquiescencia era siempre necesaria, dado el carácter sacramental de la instalación. Manteniendo como núcleo principal las dos viejas ermitas del Rosario y Consolación, saturadas ya casi por completo, los nuevos enterramientos comenzaron a situarse en su entorno, ya de manera más ordenada, en nichos y sepulturas de presencia mucho más digna.
Hasta el extremo resultaron positivos los resultados que en poco tiempo el cementerio de la Alcazaba acabó por convertirse en una instalación poco menos que modélica, motivo de orgullo para los badajocenses. Así se desprende al menos de la curiosa referencia que del mismo hace Pascual Madoz en su repetidamente mencionado Diccionario, en el que, con palabras no suyas, sino transcribiendo el texto que se le remitió desde la propia ciudad, señala que:
Instalación que merece especial reconocimiento es el cementerio nuevo situado en el interior del castillo, en el que se han esmerado a competencia los habitantes de Badajoz construyendo vistosos y elegantes sepulcros de jaspe y mármol con estatuas y figuras alegóricas, en términos que este lúgubre recinto por su objeto, es uno de los puntos más dignos de verse de toda la ciudad por la riqueza y gusto de su construcción.
Preciso es reseñar que cuando tan elogiosos juicios se publican, año 1850, hacía ya mas de una década que se había abierto el cementerio nuevo de San Juan, en el Cerro del Viento, que pese a las alabanzas dedicadas al de la Alcazaba, es el que acabó por consolidarse como principal, y al que poco a poco se fueron trasladando los principales panteones y monumentos del anterior, por más que el de la alcazaba se mantuviera en servicio hasta bien entrado el siglo XX. Esa es la razón por la que muchos panteones y nichos del cementerio de San Juan ostentan fechas anteriores al año 1839 en que se puso en servicio el nuevo camposanto.
Nuevo cambio. De la Alcazaba al Cerro del Viento. Cementerio de San Juan
Pese a que el problema del cementerio parecía resuelto, pues, en Badajoz, con el tan alabado de la alcazaba, al año siguiente mismo de su instalación, 1839, bajo el siguiente alcalde, el liberal y emprendedor José María López ( el que remodeló en términos modernos el paseo de San Francisco, entonces llamado “ Delicias de Anléo” ) y el Obispo Mateo, el camposanto cambió nuevamente de lugar; o por mejor decir, se hizo otro nuevo, de instalaciones más completas y mejor acondicionadas, en el Cerro del Viento, emplazamiento que pese a sus sensiblemente mejores condiciones provocó de nuevo las protestas del vecindario por lo que se consideraba excesivo alejamiento de la población. Se trata del Cementerio de San Juan, aún en servicio, más conocido a nivel popular como “Cementerio Viejo”, en la actualidad absorbido ya ampliamente por el desarrollo urbanístico de la ciudad, que lo ha dejado embutido en sus nuevas áreas de crecimiento surgidas al hilo de la carretera de Olivenza.
Los obsoletos e inadecuados cementerios de San Francisco y la Luneta fueron mondados definitivamente en 1845 y sus restos trasladados al nuevo del Cerro del Viento, en tanto que el de la Alcazaba se mantuvo en servicio como instalación secundaria puesto que, al igual que aún continúa sucediendo, cierto sector de la población prefería, por razones de tradición, afecto, poseer allí nichos o sepulturas, u otras causas, ser enterrado en el cementerio viejo mejor que en el nuevo.
El cementerio del Manantío. Ntra. Sra. de la Soledad
Durante más de un siglo el cementerio del Cerro del Viento cumplió su cometido sin más problemas, hasta que, en parte debido a su saturación, y en parte porque el crecimiento de la población lo iba rodeando, eliminando al aislamiento que se entendía necesario para tal instalación, a partir de los años sesenta del pasado siglo XX el ayuntamiento empezó a considerar la necesidad de construir otro nuevo. Tras estudiar diversos posibles emplazamientos y superar no pocas dificultades de orden económico y administrativo, superadas por la dinámica y eficaz corporación municipal que presidía el buen alcalde que fue Luís Movilla Montero, a la que se debe directamente su construcción, en 1983, y siendo obispo de la Diócesis Pacense Don Doroteo Fernández y Fernández, se inauguró, con el nombre oficial de “Cementerio de Ntra. Sra. de la Soledad”, el nuevo camposanto del Manantío, situado en lo que fuera el extenso y frondoso pinar que en el pasado se prolongaba entre las carreteras de Olivenza y Valverde de Leganés. Instalación de excelentes condiciones, que no obstante ello, y al igual que sucedió con todos los anteriores, suscitó el rechazo de parte de la población por causa de su alejamiento, dificultad de acceso, y sobre todo, ubicarse junto al vertedero municipal, que con frecuencia lo invade con sus humos y malos olores.
Como ocurrió con el de la Alcazaba cuando entró en servicio el del Cerro del Viento, éste tampoco se clausuró cuando se abrió el nuevo, por lo que, con independencia de que el de la carretera de Valverde sea el más utilizado, en el de la carretera de Olivenza se continúan realizando inhumaciones de quienes así lo prefieren por poseer allí nichos y panteones, o por otras causas.
En la actualidad Badajoz cuenta, pues, con dos cementerios de instalaciones funcionales y excelente conservación que aseguran sobradamente el servicio funerario de los badajocenses, en los que se han realizado, particularmente en el viejo, diversas mejoras durante la etapa del alcalde Miguel Celdrán Matute. El de San Juan, situado en el cerro del Viento, conocido a nivel popular como cementerio viejo, y el de Ntra. Sra. de la Soledad, en el Manantío, conocido como cementerio nuevo.
Badajoz, 7 Septiembre 2011
Alberto González Rodríguez
Cronista Oficial de Badajoz